La historia de Cenicienta tiene un fallo narrativo. ¿Te has dado cuenta? Te dejo pensar en él un ratito.

Cuando era  pequeña, mis dos cuentos favoritos eran Cenicienta y El Príncipe Feliz y yo podría decir que prácticamente son antagonistas el uno del otro. Uno cuenta la historia de una niña pobre que acaba siendo princesa y el otro, la de un príncipe que acaba siendo una estatua de latón lista para arrojar al fuego. Volveremos un poco más adelante con la historia de Cenicienta porque quiero dejarte pensar en ese fallo narrativo aunque sé perfectamente que ya lo has pensado alguna vez, estoy segura, pero a lo mejor ahora no caes.

Pues bien te encantará saber quién y en qué circunstancias se escribió “El príncipe feliz”. Por si no conoces la historia, te la voy a contar aunque voy a ser muy breve. Es la historia de una golondrina que se posa en la estatua de un príncipe. Del príncipe original no se habla pero se sospecha que estaba muerto y que su espíritu estaba en la estatua y ésta lloraba mientras la golondrina descansaba sobre su hombro. Como las lágrimas de la estatua le caían, empezaron a hablar y el príncipe le contó que cuando estaba vivo, vivía en un palacio tremendamente feliz pero, como el palacio estaba vallado, no podía ver que su pueblo era tremendamente pobre e infeliz y le pidió a la golondrina que le hiciera el favor de ayudarle a repartir el oro del que estaba cubierta la estatua para repartirlo en el pueblo. La golondrina tenía prisa porque el invierno se acercaba pero, no obstante, como vio al príncipe tan triste, decidió ayudarlo y poco a poco le fue arrancando trozos de oro y repartiéndolos a las familias más pobres. Las familias fueron muy felices pero a la pobre golondrina se le echó el invierno encima y se murió y la estatua, viendo el gobernador que se había quedado horrible, la fundió. Del fuego emergió un corazón que contenía la increíble y humanitaria voluntad del príncipe y la golondrina.

Todavía hoy contándote el cuento, me muero de la tristeza. Aún hoy se me saltan las lágrimas cuando pienso en esta historia. Si este cuento se hubiera llevado al cine norteamericano, seguro que resucitan al  príncipe y a la golondrina pero en la historia original, ambos mueren y dadas las circunstancias en las que la  escribió su autor, irremediablemente tenían que morir.

Este cuento es de Oscar Wilde, para mí, el más brillante escritor de la literatura Inglesa. Personalmente me gusta mucho más que el archimentado Shakespeare. Si conoces un poco su historia, sabrás que era una persona chispeante que gustaba a todo el mundo de la alta sociedad y era la estrella de todas las fiestas. Pero tuvo el infortunio de enamorarse de Alfred Douglas, un hombre que vivió con la polémica hasta el final. Cuando el padre de Douglas se enteró de la relación entre ambos, la emprendió duramente con Wilde y consiguió que éste fuera encarcelado durando dos años por “grave indecencia” que es el término legal que se utilizaba en aquella época para referirse a la homosexualidad.

En la cárcel, tremendamente dolido, escribió dos cosas. Una carta muy famosa que se llama “De Profundis” dirigida a Douglas y este cuento.  Después de haber llorado tanto de niña leyendo una y otra vez este cuento que me fascinaba, cuando conocí la historia de su autor muchos años después, conecté con mi infancia, entendiendo el motivo por el que este hermoso cuento tenía un final tan frustrante y así, todas las lágrimas derramadas sobre aquellas bellísimas páginas cobraron sentido y honor.

Éste no es el típico cuento con  el que Walt Disney  haría una película. Walt era cenicienta y Wilde era un príncipe feliz. Walt, era una persona que pasó tremendas calamidades hasta triunfar, su final es feliz. Wilde era un triunfador cuya estatua alguien rompió en mil pedazos desde dentro de su corazón. Por eso Disney nunca ha hecho una película de este maravilloso cuento escrito por Wilde.

¿Has descubierto ya el error narrativo de la Cenicienta?

A mí me trajo loca toda mi infancia. No obstante, era mi segundo cuento perferido. Y es que, cuando se deshizo el encanto y Cenicienta se dejó el zapato en las escaleras de palacio, ese zapato no se transformó y no había un solo recurso literario que explicara por qué el zapato no se transformó en una zapatilla de pobre cuando sonaron las doce.

La historia no habría cambiado. Aunque hubiera sido una zapatilla de pobre, el príncipe enamorado habría buscado su dama con más eficacia porque podría descartar las señoras adineradas y enfocarse sólo en las amas de llave. A fin de cuentas, no tenía prejuicios en ese aspecto porque, de haberlos tenido, no le habría probado el zapato a Cenicienta en la versión que conocemos.

O bien, esos zapatos podrían no haber sido una conversión de los suyos sino que el hada madrina le hubiera regalado unos para que tuviera un recuerdo.

Lo que no tiene sentido es tal y como se escribió la historia en la que no se explica por qué los zapatos no se transformaron.

Cuando eres niño, aceptas tragarte el sapo en compensación a la felicidad del final de la historia pero cuando te vas haciendo mayor, ese sapo es como el guisante de la princesa de los 20 colchones… que siempre estará ahí dando por saco.

¿Y por qué te cuento todo esto?

Porque, al igual que los narradores, se permiten estas incoherentes licencias narrativas, tú y yo nos permitimos algunas licencias en nuestra dieta y eso es de lo que vamos a hablar hoy.

De primeras te digo que los escritores jamás deberían tomarse ninguna licencia. Cualquier licencia de este tipo, es tomado por el lector como un mero fraude. Todos los elementos de una historia tienen que tener un sentido, un por qué, un origen y un destino narrativo. Si solamente a un pequeño aspecto de la historia le quitas su razón de ser, te cargas la historia, enfadas al lector y no te vuelve a dar una oportunidad en la vida. ¿Es o no es? “Mira Walt, lo del zapato, no me lo trago” Le diríamos. Por cierto que te invito a que busques en Wikipedia la palabra “Cenicienta”. Lo vas a flipar. Es un cuento oral con muchísimas versiones. Incluso existe una  versión vietnamita, egipcia y china.

¿Deberíamos permitirnos licencias nosotros también?

Hombre, no es tan grave como las licencias narrativas pero son peligrosas y te explicaré el motivo.

La mejor dieta que yo he hecho en mi vida, la hice con una nutricionista que tenía una clínica en Alcobendas. En el libro la explico mejor pero se trata de una dieta tan sencilla que se puede llevar de por vida. La dieta consistía en cenar todas las noches proteína y verdura, eso no tiene dudas: menestra y pescado, pollo y lechuga, huevos y pimientos asados, lomo y setas…. Lo que te guste a ser posible lo más variado. Y a medio día alternabas un día igual que la cena y otro día un hidrato de carbono donde englobaba las legumbres, aunque estas son consideradas como proteínas por otros nutricionistas y estos platos podían ser cocinados de cualquier forma pero tenían que ser plato único: pasta, arroz, judías, lentejas…. Lo que quisieras pero plato único. El desayuno era un café con una tostada o cereales y podías tomar dos piezas de fruta al día que las podías tomar a media mañana y a media tarde. Las restricciones de esta dieta eran bastantes llevaderas pero creo que ahora estoy mejor preparada para llevar a cabo estas restricciones. Antaño era un suplicio prescindir de mi debilidad.

Una amiga mía que se llama Sol, como el astro, vio que me iba bien la dieta y decidió apuntarse conmigo a la clínica por la que no me importa hacer publicidad porque ser portaron muy bien conmigo: Se llama Euroclinic.

Juntas decidimos hacer la dieta y acordamos que cada vez que fuéramos a la clínica a pesarnos, si nos salía bien los números de la balanza, nos tomaríamos una palmera de chocolate para celebrarlo.

Y lo celebramos muchas veces… pero cada vez que lo celebramos ya no era sólo una palmera, acabamos haciéndonos toda una cena con postre de palmera. Después nos dimos cuenta de que aunque nos tomábamos esa palmeraca seguíamos bajando. Eso está bien ¿no?

Pues cuando piensas eso, cuando piensas que da igual lo que tomes que vas a seguir adelgazando, al final las licencias acaban convirtiéndose en costumbres y entonces pasas a cometer tantas licencias que comes igual que antes.

Todas las dietas tienen un inconveniente y es que al principio adelgazas pero con el tiempo te paras. Da igual la dieta que hagas incluso aunque hicieras toda la vida la dieta de la lechuga… al final pararías porque tu cuerpo es maravilloso, es una máquina increíble y cuando ve que hay poco que comer, reduce todo lo que puede el gasto de energía. Por eso cuando haces dieta estás cansado, cabreado y muerto de frío… porque tu cuerpo se pone a ahorrar como un loco. Entonces, cuando esto ocurre, tus licencias se convierten en bombas nutritivas: tus cervecitas de los viernes, el premio de la semana, el dulcecito de la merienda…. Todo eso entra en tu organismo como elefante en cacharrería.

Entonces te deprimes, te sientes mal, y ves que poco a poco vuelves a perder el control de tu peso, e incluso hasta engordas y te pasa lo que nos pasó a Sol y a mí en la sala de la consulta: que estábamos aterradas porque las dos sabíamos que esa semana habíamos engordado y nos vimos diseñando una excusa a ver qué le explicábamos a la nutricionista para que no nos regañara mucho. Y es que ¡le teníamos pánico!

Ahí es cuando me di cuenta de que ese sistema es ridículo. No se trata de hacer una dieta superestricta y tomarnos licencias continuamente hasta que volvemos a engordar y dejamos la dieta porque consideramos que ya no nos sirve…. No, no se trata de eso.

Se trata de escoger una buena dieta, una que sepamos que funciona bien no sólo a nivel nutricional sino adecuada a nuestro nivel de vida, nuestros horarios de hambre porque, si madrugas mucho, yo sé que las doce te comes una vaca entera con pezuñas y cuernos incluidos.

También se tiene que ajustar a tu filosofía, a tu nivel de poder adquisitivo, a tus circunstancias especiales. Se tiene que ajustar a todo lo que te rodea y tratarla de seguirla de una forma que sea definitiva para ti, que sea lo que vas a hacer lo que te queda de vida, no de forma temporal sino para siempre.

Entonces el concepto de licencia cambia, ya no es una licencia, como la del zapato de cenicienta, que te rompe la historia, es decir, que te rompe el plan, sino una licencia que no te rompa nada.

Para que una licencia funcione como tal, es decir, para que el día que te saltas la dieta no te engorde, en realidad deber ser lo menos licencioso posible, es decir, te debes plantear que nunca vas a cometer esa licencia, de tal manera que cuando la cometes ha pasado tanto tiempo desde la última que no supone un dolo en tu vida.

Por ejemplo, algo que yo me planteo es que el azúcar nunca vuelva a entrar en mi cuerpo. Ya sabes que es mi lucha más encarnizada. Me gusta mucho y me cuesta mucho trabajo luchar contra él. Pues bien, la única forma en la que me veo capacitada para luchar contra el azúcar es plantearme que nunca deberá estar en mi vida. Proyecto azúcar cero, como siempre te digo.

Pues bien, soy un pésimo ejemplo. Caigo con demasiada frecuencia y ahora que hay un maldito turrón de chocolate encima de mi mesa todos los días, todavía más  (ya sabes, haz lo que digo, no lo que hago). Pero como mi plan es no tomar azúcar nunca más, poco a poco, a lo tonto marchena, voy ganando pequeñas batallas. Yo ya me habría comido ese turrón hace un mes. Y cuando caigo, no caigo con una palmera de chocolate. Caigo con un bombón, una galleta… nunca más de eso, pero, con todo me enfado conmigo misma.

Es la diferencia entre el pensamiento “me imponen una dieta y me tomo licencias” y el planteamiento “tomo el control, y decido que nunca voy a caer pero soy humana y caigo de vez en cuando”. Con el primer paradigma abandonas la dieta, con el segundo, intentas mejorar día a día.

Hay un dicho que dice “Soldado que abandona el campo de batalla sirve para otra guerra”. En realidad, soldado cobarde que abandona el campo de batalla no sirve para ninguna guerra. Más vale que se haga político ¿no? Pues esto es lo mismo: tienes que servir para todas las batallas. Algunas veces perderás y otras ganarás pero, una cosa es cierta. A base de intervenir en todas las batallas conseguirás más fuerza, más determinación, trucos nuevos, ideas nuevas…

Si te manejas en esa idea, tu peso vendrá como consecuencia de tu constancia. No te importe estar obeso en este momento porque, no estás obeso, amigo mío, estás en proceso hacia la delgadez, dispuesto a batirte con cuanto fantasma se presente en tu camino.

Entonces, te importarán un bledo las charletas, los consejos dolorosos que te suele hacer la gente sobre que tienes que cerrar el pico, ponerte una pinza en la boca, esa mierda de “estás más gordillo”, levantar el culo del sillón y, permíteme la expresión, esas gilipolleces que tratan de decir los que se jactan de preocuparse por ti y lo único que hacen por ti es hacerte daño. Tú ya no estás con la dieta del pepinillo, estás en el cambio integral, en la búsqueda de una solución definitiva, en tu empoderamiento personal.

Las licencias pasan a ser errores. ¿Sabes cuál es la diferencia entre un error y una licencia? En que ante el error has hecho lo que has podido y ante la licencia, te has permitido la caída a conciencia.

¿Sabes una cosa? No es verdad, que tu peso se deba a tu falta de voluntad. En realidad se debe a un problema de planteamiento, a una forma de pensar concreta. Por eso te tomas licencias.

Te propongo ser un buen escritor de tu propia vida, un escritor que no se permite licencias engañosas para encajar un zapato de cristal que no tiene lógica en una historia que podría ser una increíble historia. ¿Te apuntas?

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